Cómo me volví católico (y cómo fue que lo dejé)
La historia de cómo tuve un acceso de fervor religioso que me hizo tirar a la basura el trabajo de un montón de años, y que así como llegó, se fue.
Considero que todos los seres humanos estamos en una constante búsqueda de aquello que trasciende a nuestra propia existencia desde el momento en que somos conscientes de la misma.
Las formas en que este deseo se manifiesta son tan variadas como variados somos nosotros. Sin embargo, existen categorías que son comunes a un gran número de personas, y las eligen para volcar en ellas sus inquietudes psíquicas al respecto.
Estas categorías pueden ser llamadas «religiones organizadas».
Fui educado en un cristianismo católico más o menos observante: mi mamá me llevaba a misa un domingo sí y uno no, nos enseñó a mi hermana y a mí las oraciones elementales y hacía que las rezáramos todas las noches antes de dormir; guardábamos los viernes de Cuaresma y poco más.
No faltaron en esta formación leyendas e historias terroríficas de esas que involucran elementos religiosos, como el cuento de unos tíos que fueron al cerro en Viernes Santo, desobedeciendo a mi abuela. Una presencia horripilante se presentó ante ellos, los asustó y los hizo regresar a casa corriendo a todo lo que las piernas les daban, privados del habla; su madre les hizo beber un vaso con agua en los que había agregado Las Siete Palabras escritas en respectivos papelitos para que recuperaran la voz, y después de curarlos, les sacó la mugre a varazos.
Con mucho entusiasmo asistí a la formación doctrinal en el Instituto de Catequistas de María Santísima O.S.B., que tiene una sede a cuatro calles de donde vivía ese tiempo, e hice mi primera Comunión a los seis años.
Por entonces era afecto a la revista Aguiluchos (de los Misioneros Bosconianos), de la que había muchos números en tal Instituto; además poseía un notable repertorio de ejemplares de la revista Almas (de los Misioneros de Guadalupe), que me obsequiaron los arrendadores del cuartito donde vivíamos mi familia y yo, y cuyo catolicismo era a prueba de balas: siempre que acompañaba a mi mamá a pagar la renta nos recibían en la cocina, y ésta estaba llena de imágenes. El que más presente tengo es el de la Virgen del Perpetuo Socorro, todo lleno de cochambre porque estaba colgado junto a la estufa.
Lo notable de estas revistas es que todas eran de los setentas y estaban en perfecto estado de conservación: esto pasó hacia el año 2000 o 2001.
Como yo no era más que un niño, fue difícil mantener el foco de mi atención en este tema de una forma sostenida, además de que las vocaciones sacramentales no se dan en esta etapa de la vida, por lo que al pasar del tiempo mi interés en los temas católicos fue apagándose en tanto crecí y conocí cosas nuevas, como la literatura infantil y juvenil, las maquinitas y el fútbol.
Mi mamá tampoco hizo gran cosa para seguir fomentando mi catolicismo porque ella misma no era tan devota, así que la cosa ahí se quedó.
Después de muchos años de estudiar sobre otras formas de entender la dimensión espiritual inherente a nuestro ser, no me decanté por nada en concreto y me limité a seguir aprendiendo: al día de hoy las religiones como tema de estudio me siguen interesando mucho.
Para la décima temporada de DPC Podcast, los episodios que produje tuvieron un proceso de documentación como no realicé antes. Ocurrió que hice una investigación sobre el dinero en sus aspectos culturales. El resultado me satisfizo (y creo que a quienes lo escucharon también) y al escucharlo una vez más reparé en un detalle que deseaba expresar allí y que olvidé escribir dentro de las pautas marcadas para la elaboración del guión.
Si la Alemania Nacionalsocialista había cortado todos sus lazos con el sistema económico mundial, ¿cómo funcionaba su economía, y más puntualmente, su sistema monetario?
La angustia en la que me encontré cuando concluí el tema y las lecturas complementarias que surgieron de su estudio, donde terminé en sitios como la Metapedia o autores como Salvador Borrego, fue comparable a la que sentí cuando pensé, a los 18 años, que mi noviecita de la prepa estaba embarazada.
Poco me faltó para también dejar de comer y llorar al escuchar un bebé o niño pequeño.
Lo que sí repetí fue el insomnio. ¿Acaso no existía nada que combatiera todo aquello que se apoderó de nuestro mundo y nos convirtió en poco menos que cerdos que caminan en dos patas? Eso pensé en ese momento.
Leyendo a no recuerdo cuál autor (intenté buscar el texto en la Metapedia sin éxito, pues el sitio web está bloqueado) encontré que el catolicismo es la posición exactamente contraria al poder que, según todo este aparato ideológico, se apoderó del mundo después de la Segunda Guerra Mundial.
Ese fue mi camino de Damasco.
Existen también otras ideologías aconfesionales, pero elegí el catolicismo porque estaba familiarizado con él y porque sentí encontrarme con el niño devoto que fui, ahora con un enfoque más serio y un propósito real, que era estar del lado de los buenos.
Me zambullí de lleno con la intención de convertirme en un católico serio desde cero: a pesar de mis antecedentes fui consciente de ignorar todo de este mundillo. Elegí la Solemnidad de Cristo, Rey del Universo, para volver a asistir a misa todos los días que me fuera posible.
Después de poco más de veinte años de olvidar la observancia, me encontré del todo ignorante ante la gran diversidad que hay dentro del catolicismo.
No quiero describir tal amplitud, solo diré que dos mil años de desarrollo se notan y mientras más se adentra en ese mar, más grande se hace. Si alguien quisiera entender más a la Iglesia Católica, le recomiendo «Historia del Cristianismo», de Paul Johnson, quien en sus más de mil páginas sí describe con gran precisión todos sus matices a través del tiempo.
En cuanto a mí, me fanaticé con un fervor tal que no se había visto desde la Revolución Islámica de 1979: iba a misa por lo menos dos veces por semana, especialmente los sábados por la noche, y me confesaba seguido; aprendí a rezar el Rosario y lo recitaba absolutamente todos los días, hasta el punto de memorizarlo, de tal suerte que lo rezaba mentalmente durante el trabajo o cuando hacía algún viaje largo en la moto
Conocí la Liturgia de las Horas y adopté la costumbre de rezarla.
Conocí el Ángelus y lo rezaba sin excepción, estuviera donde estuviese.
Me esforcé seriamente en ir a la Hora Santa todos los jueves, y también en dar el mayor dinero que me fuera posible, tanto en las misas como a las personas mendicantes que hallara en la calle.
Empecé a ayunar además de en Cuaresma, en todo el año, y no solo hacía ayuno de productos cárnicos, sino de alimentos en general, y ahí me tienen sin tragar nada de sol a sol todos los viernes.
Construí una especie de iconostasio en mi casa con una cruz que me obsequió mi hermana y dos imágenes que mandé a hacer: una de Cristo Pantocrator y otra de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, frente a las que me arrodillaba todos los días a las seis de la tarde (excepto los jueves) para rezar el Magnificat en la hora de Vísperas.
Seguí un montón de páginas católicas de Facebook. Al principio de todo tipo, y conforme fui conociendo las corrientes que se suscitan dentro de su corpus, me quedé con aquellas que tuvieran una orientación más bien tradicionalista, pues esa fue la expresión con la que más me identifiqué.
Comencé a leer autores como Malachi Martin, Ricardo de La Cierva y el Padre Meinvielle, sin entender demasiado a ninguno, porque su obra es de alto vuelo. Poco me faltó para atreverme a plantarle cara a Castellani también, pero me ubiqué a tiempo y me quedé leyendo al Padre Fortea y a Chesterton.
Me interesé por el sedevacantismo, la FSSPX y la revista “Death To The World” (aunque pertenezca a la ortodoxia oriental y no romana). Desprecié profundamente a la RCCES, a Taizé y a los Kikos, y en mis oraciones diarias pedía por su desaparición inmediata y permanente.
Después de leer sobre el Camino de Santiago me planteé muy seriamente comenzar a hacer, por mi cuenta, peregrinaciones a pie. Primero a los templos que más cerca me quedan, como la Basílica de Guadalupe y el Santuario del Señor de Chalma, y después hacer itinerarios como la Ruta del Peregrino de Talpa, en Jalisco, las tradicionales peregrinaciones a San Juan de Los Lagos, al Cubilete y a Juquila, y, ¿por qué no? visitar (si Dios lo permitía, claro está) los grandes puntos religiosos del mundo de habla hispana: Esquipulas, Portobelo, Aparecida, Lima, Luján…
(Como curiosidad, cuando estaba pensando cómo realizar mi labor peregrina, se me ocurrió hacer una libretita para que me sellaran sus páginas en cada lugar que visitara, a la manera de un pasaporte. Vi un tutorial para elaborar una y así conocí el método de productividad Bullet Journal, que practiqué y me sirvió para ni madres. Nada raro cuando se habla de esos sistemas de gestión de actividades sacados de best sellers.)
Tanteé el terreno en el campo de las mortificaciones corporales. Particularmente estaba embelesado con los picaos de San Vicente y los penitentes de Taxco y Tzintzuntzán y soñaba con estar junto a ellos azotando mi espalda con la madeja o cargando un rollo de juncos espinosos.
Esto último surgió porque dentro de mis exámenes de conciencia algo brincaba y me tenía sin paz: el hecho de estar vasectomizado desde hacía unos dos años, en ese momento. La imposibilidad de cumplir el mandamiento de crecer y multiplicarme me tenía azotadísimo.
Lo peor de todo, lo miro en retrospectiva, es que estaba convencido de que si hacía el esfuerzo por revertir esa cirugía y tenía un hijo, éste iba a nacer con algún mal congénito por yo haber ofendido a Dios al voluntariamente negarme a aceptar el don de dar la vida que Él me había dado, y por lo tanto tenía qué expiar ese pecado de todas las formas imaginables (a pesar de que la misma Iglesia prohibió las mortificaciones corporales autoinfligidas).
Así de clavado estaba.
Nunca me interesó mucho, por otra parte, la dimensión social de la observancia, es decir, pertenecer de forma activa a algún grupo parroquial o asociación católica. Tenía un conocido que pertenece a la Adoración Nocturna Mexicana y siempre me dió a entender que quería que yo me uniera, pero no deseaba darme el tiempo para dedicarlo a sus actividades.
Además, como yo había adquirido una actitud más cercana al conservadurismo, habría preferido pertenecer a algo como los Caballeros de Colón o los del Santo Sepulcro, pero no tenía ni tengo los recursos económicos ni las conexiones para ello.
Pasó el tiempo y yo, que de forma anterior a esta transformación ya tenía planes de casarme con mi novia, incluí dentro de los mismos el hacerlo por el orden religioso. Como yo no había hecho mi Confirmación, busqué alguna parroquia que impartiera el sacramento a adultos casaderos.
Di con una por el rumbo de Francisco del Paso y Troncoso a la altura de la Alcaldía Venustiano Carranza, realicé los trámites correspondientes y a los tres meses ya tenía cumplido el requisito. Como mi novia sí la llevó a cabo en tiempo y forma, ya estaba todo servido para el gran momento.
Para entonces, ya conocía lo suficiente de la realidad de la Iglesia para saber que ésta, al igual que todas las organizaciones humanas, no es perfecta, y ya tenía un juicio más o menos desarrollado sobre sacerdotes excelentes, buenos, competentes, regulares, tirando a maletas y de plano malísimos, así como el horizonte más bien pesimista de la Iglesia, en donde todos los días me enteraba de algún sacrilegio nuevo y que era solapado desde El Vaticano: me mantuve al pendiente del desarrollo de los hechos al respecto del Camino Sinodal alemán y el motu proprio Traditionis Custodes, que para los tipos como yo, constituían una calamidad para el mundo en general y para el catolicismo en particular.
Todo esto lo hacía y lo pensaba muy influenciado por páginas tradicionalistas de Facebook que con virulencia encendían el debate al respecto de estos temas. Encontré un blog llamado «Caminante Wanderer» que me mantenía al día de todas las malas noticias que salían de la Plaza de San Pedro a toda la Cristiandad semana a semana.
Lo que alimentaba mi fe era la esperanza en el mundo futuro y la caridad en el presente.
Me escudaba diciendo que la Iglesia es una organización perfecta conformada por humanos imperfectos.
La cereza en el pastel en mi conversión (o re-conversión, más bien) fue eliminar todo rastro de mi actividad de creador de contenido, con todo y canal de YouTube.
Después de reflexionarlo, consideré que todo lo que había hecho hasta el momento era inmoral y contrario a los valores cristianos. Una vez decidido, el resto simplemente fueron botonazos y asunto resuelto, ya no más Epicántico para siempre.
Como se puede ver, los cambios ocurridos en mi persona tenían la apariencia de mantenerse inalterables.
¿Qué pasó, entonces, para que diera la espalda a la vida que con tanta convicción había llevado durante los dos últimos años?
Como siempre, el ocio y la casualidad abren la puerta a nuevas perspectivas.
Una vez que divagaba en Twitter, leí sobre unas estadísticas que indicaban que los judíos askenazíes, particularmente los de etnia rusa, y los chinos han son los grupos de seres humanos con el mayor coeficiente intelectual.
Leyendo sobre eso, de un tema a otro, me hice con «Historia de los judíos» de Paul Johnson (el mismo de «Historia del Cristianismo») y en sus más de mil páginas comprendí ese mundo desde una perspectiva que la cerrazón voluntaria, los prejuicios y la obcecación me impidieron tener.
Para no enrollarme: el desarrollo de la relación entre los judíos, sus creencias y los no judíos representa una brecha insalvable tal, que creer en YHWH y adherirse a sus estatutos (de los que el cristianismo es el vínculo hacia los gentiles, según quienes profesan esta fe) es, sencillamente, innecesario.
Como es innecesario, también lo es aceptar a una suerte de Redentor para las naciones no judías, toda vez que el judaísmo ni siquiera es una religión de fe, por un lado, ni acepta el proselitismo y la conversión, por otro, dado su origen henoteísta.
Querría escribir más argumentos sobre esto, pero este texto no es una exposición religiosa, sino un cuento sobre un hombre necio que cree poseer la verdad de cuando en cuando, y se lleva un gran chasco al revelársele que no es así.
Ese hombre soy yo. Ese hombre son todos los hombres.
Mi viaje por el catolicismo fue como ir cuesta abajo sobre una bicicleta, para luego ir cuesta arriba y perder el impulso a cada metro avanzado.
Mi hermana me había hecho la advertencia: «Tú siempre eres así. Te interesa algo, te clavas muchísimo hasta que agotas el tema y luego lo dejas. Sabía que esto no sería la excepción.» El que supiera que lo dejaría en algún momento fue lo más difícil de encajar.
Así, dejé todo de lado: ya no me casaría por el orden religioso ni tendría hijos ni volvería a ir a misa ni iría a Chalma ni nada. Recuerdo la última misa a la que asistí, en la solemnidad de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, un 27 de junio (apenas un año de eso) que ofició el obispo de la diócesis a la que pertenece el pueblo donde vivía en ese tiempo.
Recuerdo que mencionó en la homilía a los pasionistas como los principales promotores del culto a ese icono. Tomé nota mental de ello porque en realidad son los redentoristas. En fin.
Los primeros días fueron difíciles porque yo extrañaba todo. Sentí que algo me faltaba. Fue lo mismo que cuando terminas un noviazgo y de pronto todo carece de significado; sin embargo, aquí como allá, el tiempo lo cura todo y a los días (muchos) pude volver a la cotidianidad sin pensar en que ya se me había ido la hora nona o que no di gracias a Dios antes de comer.
Aprendí cosas. No fue en vano esta experiencia.
En cuanto al antijudaísmo que originalmente me llevó a adoptar esta posición, pasó al último lugar de mis pensamientos y también desapareció. Actualmente estas personas me dan absolutamente igual, pero valoro que su impronta en la cultura occidental ha sido, es y seguirá siendo muy importante.
Si están tratando de apoderarse del mundo o no, me tiene sin cuidado.
Autores de los que más me gustan fueron judíos, como Isaac Asimov e Isaac Bashevis Singer, el más grande escritor en yiddish que ha existido. Esos son solo dos ejemplos, no doy más porque tampoco es mi intención hacer un panegírico de los judíos en este texto. Simplemente son muy buenos en lo que hacen y ya.
La otra gran lección que me quedó de este episodio de mi vida es el respeto que tengo para con todos los credos existentes, por más descabellados que puedan parecer, de los cuales hay un montón, prácticamente todos. Esto es por mera congruencia, porque patear el pesebre es una arbitrariedad de las que más rechazo.
Esa fue la historia de mi acercamiento y alejamiento de la fé católica. Dos años que considero como una suerte de bisagra en mi vida, una transición a la adultez.
Espero que este texto despeje las dudas de todos quienes preguntaron y continúan preguntando la razón por la que quemé mis naves y tuve qué regresar a nado.
¡Madre mía! Pedazo de texto, creo que los que estamos atentos a las transmisiones pudimos de cierta forma llegar a hilar toda esta historia que cuentas a través de las preguntas que hace la comunidad. Pero aquí lo describes de forma muy pulida, de verdad es un gran texto. El apunte de tu hermana creo fue muy valioso, ya que como mencionas, es la persona más cercana a ti genéticamente, probablemente hasta te conozca más a ti que lo que te conoces tú mismo. Y creo que puedes dar fe de algo que tú repites, que es «todo en exceso es malo». Saludos, viejo.